miércoles, 17 de septiembre de 2008

Foster Wallace




David Foster Wallace usó sus prodigiosos dones de escritor -su exuberante prosa maníaca, sus feroces poderes de observación, su capacidad para fusionar técnicas de vanguardia con una anticuada seriedad moral - para crear una serie de retratos rápidos y titilantes del Estados Unidos de este milenio con su sobredosis de espectáculo y auto-gratificación, y para capturar, en palabras del músico Robert Plant, las infinitas facetas "profundas e insignificantes" de la vida contemporánea.

Podía conjurar un futuro absurdo y transmitir al mismo tiempo las incursiones que ya hizo el absurdo en un país donde viejos programas de televisión son una referencia nacional y publicidades estúpidas envuelven nuestras vidas. Wallace, que murió el viernes a la noche en su casa de Claremont, California, a los 46 años, en lo que aparentemente fue un suicidio, formaba parte de una generación de escritores que se criaron con la obra de Thomas Pynchon, Don DeLillo y Robert Coover, una generación que alcanzó la mayoría de edad en los 60 y los 70 y que daba por sentada la discontinuidad. En una suerte de manifiesto estético, una vez escribió que la ironía y el ridículo se habían convertido en "agentes de una gran desesperación y estancamiento en la cultura estadounidense" y deploró la pérdida de compromiso con los temas morales profundos que animaron la obra de los grandes novelistas del siglo XIX.



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